martes, 18 de agosto de 2009

Careta y Tropezón

Careta fue la primera. Siempre hubo perros en el patio de la casa de mi abuelo. Allí la afición a la cacería mueve a los hombres a acumular perros en sus patios con la menguante ilusión de que les traigan la pieza sin comérsela por el camino. Por lo general son de media casta, frugalmente alimentados, según el mentor y de regulares modales según también el tarugo que los críe.


Esta costumbre, convertida ya en tradición, se convirtió en mi en pura indiferencia hacia los animales que moraban nuestra casa. Las escasas horas que pasaba allí justificaban el desapego que siempre les tuve a los perros. Pero esta vez iba a ser diferente.


Al principio fue como siempre. Yo sabía que estaba allí y ella sabía que alguien andaba por aquella casa por lo general oscura y silenciosa como una tumba, ya que desde hace años nadie vive en el que fue hogar de mi abuelo, excepción hecha de los fines de semana y las fiestas locales.No sé si fue por propia iniciativa o por mero instinto, pero el hecho es que el cúmulo de horas solitarias que iba pasando en mi nueva residencia me fue inclinando a acercarme cada vez más al patio.




La luz, que entra a la casa desde ese lado; las macetas, que dan un punto de color, de vida necesario y que contrasta con el estatismo de una casa umbría y vacía...todo esto me hacía pasar más ratos en ese lado de la casa; o eso creía yo. El caso es que me fui acercando a ella.
Un día cualquiera decidí cambiar mi sitio de lectura y ponerme en el patio, con una silla al agradable sol de Marzo, no como el que tenemos ahora. Ella me miraba extrañada; supongo que en su vida había visto a nadie sentarse a leer delante de ella. El caso es que yo allí me sentía agusto. Aquellos ojitos mirándome atentamente a cada movimiento que yo hacía, o distrayéndose con los sonidos más insignificantes...todo aquello me hacía formar parte de algo en lo que no estaba sólo. Los dos compartíamos la tarde, toda para nosotros, sin que nadie nos molestara. Los sones horarios del campanario eran el único punto y seguido en nuestro remanso.


El cariño del uno hacia el otro fue aumentando. Le daba de comer cada día: cuando había pienso, pienso, cuando no, tenía que sacar ingenio...hasta llegué a comer menos de los tupper de mi madre para dejarle algo, componiendo la manduca con un mendrugo de pan mojao en sopa, en fideos, en menestra...etc. Incluso chorizo ibérico le daba, que a mi no me sienta demasiado bien. ¡Cómo agradecía aquellos apaños!. Cuando me oía entrar por la puerta los días entre semana cerca de las tres, se ponía a ladrar y ya no se escuchaba otra cosa en toda la casa. Yo abría la ventana de la cocina y le respondía : ¡Quién ha venío! ¡ Y mi Careta guapa! jajajaja, me reía yo sólo imaginando que alguien me oyera.



A partir de entonces todo era aparecer en el patio y empezaba la fiesta. Daba saltos tan altos que me llegaba a la cabeza, hasta que arrancaba la pica que la sostenía a la cadena. Su ilusión por verme la ponía tan nerviosa que todo lo que quería era tocarme; literalmente se abrazaba a mi pierna y no quería que me separa de ella, ladrando, saltando, corriendo...como loca. Qué pocas veces vemos esa alegría natural en la gente que nos conoce cuando nos encontramos; quizá cuando hace mucho que no nos ven, pero jamás tan de verdad e imposible en la cotidianidad del día a día. Es una alegría desbordante, que lo llena todo y siempre a pesar de que un día se te olvide darle de comer, o no la saques a correr, o la tengas desatendida, sin agua fresca y con moscas alrededor...cuando llegas allí está todo el cariño del mundo para ti, sin reproches, sin malas caras, sin esas verdades que te hacen culpable...todo se olvida, como si no hubiera existido. ¿Hay un amor más sincero que ese?, dar y no esperar, perdonarlo todo, olvidarlo todo...


Me di cuenta de lo celosa que era cuando apareció en escena el otro individuo: Tropezón. Un bretón pequeñito (cada vez menos) que escogimos de entre toda una camada. Por supuesto me fijé en el más tontorrón, el que casi no andaba mientras sus hermanos saltaban de aquí para allá. Él no hacía más que tropezarse y esconderse tras unas tablas. Estaba claro que era el elegido.




Al principio les costó adaptarse el uno al otro. Como en cualquier relación, uno de los dos tenía que ceder más para equilibrar las cosas, y entonces conocí la nobleza de Careta. El enano torpe se hacía con el mando, hacía y deshacía, comía de lo suyo después de jartarse de lo ajeno...sin embargo, siempre era él quien iba en busca de ella. Saltándole encima, haciéndola rabiar, mordiéndole la oreja, las patas...un incordio; pero ella lo aguanta todo y rara vez le ladra. Me emocionaba ver cómo después de un par de días difíciles marcando terreno por fin jugaban juntos, compartían jergón y ya son uña y carne, siendo tan diferentes. Eso sí, tengo que acariciarlos alternativamente y repartiendo los tiempos, sino se ponen celosos...ella más que él, incluso de M.del Mar...que también me ha enseñado a quererlos, casi sin darse cuenta.

Allí siguen los dos, esperando a que vuelva, destrozando cualquier zapato despistado que caiga por allí; regalando empatía y cariño a todo aquel que quiera pararse a su lado un rato, no mucho...si se sabe apreciar, si se sabe comprender cuánto bien nos hacen y qué poco se lo agradecemos. Ahora iré preparándome para la despedida, que será dura y triste, pues fueron mis fieles compañeros durante 5 meses de mi vida. Nunca sabrán lo importantes que fueron para mi; una presencia real a la que me agarraba y que convertía la soledad en un juego de niños. Ellos son los verdaderos dueños de la casa, pues conocen como nadie el sonido profundo de las horas muertas que transcurren dentro de ella.

1 comentario:

  1. Seguro que Careta también va a echar de menos a la primera persona que entendió que ella, junto a Tropezón, también forma parte de la casa,y no son simples animales al final de una cuerda que se relía y se tensa esperando a alguien que, además de invadir su casa, se olvida de ellos.

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