jueves, 21 de enero de 2010

Una semana en el corazón del Palmar

El Palmar es el nombre de un trozo de tierra de labranza de una fanega y media de extensión, lo que viene a ser unos 9.000 metros cuadrados según la medida castellana, pero ya os digo yo que no es tan grande.


Por cuestiones de herencia, el minifundio del campo andaluz va dividiéndose en pequeñas porciones hasta el punto en que poco o nada rentable puede hacerse con tal menudencia de terreno.


Esta tierra, a las afueras de Villarrasa, fue un día propiedad de mi bisabuelo, después de mi tatarabuelo y así sucesivamente hasta llegar a mi padre. Así que al menos tres generaciones antes que yo sudaron y comieron de esta tierra árida pero fértil con poca agua.


34 de los 70 olivos que allí hay son imponentes. Se alzan con troncos más anchos de lo normal, y sostienen fuertes ramas que se extienden en todas direcciones. En alguno de ellos podrías meterte en medio y estar tranquilo de que nadie te verá aunque esté a pocos pasos de ti. Y si además la tarde es de brisa lenta y cálida, estar allí puede compararse con cualquier placer que os imaginéis.


Hace una semana la campaña de recogida empezaba para nosotros. Un poco más tarde de lo normal, pero a mi padre no le dan vacaciones antes; y sí, él coge parte de sus vacaciones para recolectar sus aceitunas. Pero esto no es más que el culmen del trabajo de todo una año. Regar, sulfatar, quitar varetas, arar, volver a regar, fumigar...y todo a base de fines de semana, de horas y horas empleadas en un quehacer que rara vez sale a cuenta, donde el esfuerzo redobla la recompensa, por muy agradable que sea tener aceite de primera durante todo el año.


Sin duda hay algo que lo mueve. Mi padre no es para nada ambicioso, y aunque lo fuera esa pequeña porción de tierra no da para grandes cosas. A él lo lleva la tradición. Lo que se hizo siempre, lo que vio desde pequeño, desde que iba en burra desde casa de mi abuela, con zapatos raídos y ropa "a lo justo". Si hacía bueno bien, si hacía malo "pa eso está el capote". Las anécdotas son incontables...faltan días de recolección para que las cuente todas: divertidas, otras menos, penurias por aquí, hambre por allá...pero siempre el campo, el bendito trozo de pan con tocino, la escudilla que se llena de polvo y los compañeros que ya no están...


Me gusta pensar que el campo, que el Palmar, tiene memoria. Que sabe que mi padre estuvo allí desde que era un niño. Que lo conoce, que lo observa, como lo hizo con su padre y con su abuelo. Que también me mira a mi; quizá con ojos desconfiados, porque no está seguro de cuál será su futuro. Y todo esto configura una especie de misterio sordo y mudo, que nadie se atreve a mencionar, pero que está ahí, que estuvo ahí y que nos sobrevivirá a todos nosotros.


Su forma de expresión es el silencio. Un silencio hondo, que viene de lejos, de muy lejos. Un silencio que si te paras a escucharlo estremece, se te mete por la planta de los pies y te recorre todo el cuerpo. Y en ese instante ya eres parte de él; porque te da miedo moverte, no vayas a ensuciar el silencio de años. De décadas. De siglos.